Cuando dejan de hablar… y vuelven a hablar
Tenía claro que no debía hacer preguntas cerradas, de esas que se responden con un «sí» o un «no», como: «¿Te ha ido bien?». Ni preguntas que ya llevan un juicio dentro como: «¿Te has portado bien?».
Así que me aprendí la lección y preparé las preguntas: «¿Qué ha sido lo más divertido hoy?», «¿Quién te ha hecho reír?», «¿Qué ha sido diferente?».
Sin embargo, durante años, la escena era siempre la misma. Al menos dos días a la semana podía ir a recogerles. Íbamos en coche o caminando a casa, y yo, con toda mi buena voluntad, lanzaba mis preguntas. Y ellos, con toda su energía gastada del día, me respondían con monosílabos.
«Bien.»
«No sé.»
«Nada.»
El primer día piensas: «Bueno, no era el momento». Al siguiente lo intentas otra vez, cambiando el enfoque. El tercero, inevitablemente, te preguntas si estás haciendo algo mal.
Si estoy haciendo las preguntas correctas… ¿Por qué no hablan?
Con el tiempo entendí algo que me tranquilizó bastante: no siempre es el momento. Y no pasa nada.
A veces están cansados. A veces no tienen ganas. O simplemente necesitan desconectar. No es un examen que tengas que aprobar cada tarde.
A veces solo hay que estar. Escuchar. Esperar.
Lo que marcó un antes y un después fue cuando adoptamos a un perro que apareció por casualidad en nuestras vidas.
Con los meses, cuando ya podía correr suelto por el campo cerca de casa, empezamos a salir con él por las tardes a dar paseos. Fue ahí donde pasó algo diferente.
Un día, me fui con uno de mis hijos a sacar al perro. No le pregunté nada. Íbamos andando tranquilos. Y, sin saber muy bien por qué, empezó a contarme cosas.
Con calma. Con detalles. Sin filtros. Todo lo que había pasado en clase. Con quién había jugado. Lo que le había molestado. Las historias de sus compañeros.
Y yo solo escuchaba.
Por dentro, emocionado, pensaba: «¿Esto era? ¿Solo había que sacar al perro?».
Me di cuenta de que no era algo puntual. Pasaba con cualquiera de mis hijos, incluso cuando íbamos los tres o en familia. Hablaban, se reían, compartían cosas comunes del colegio… Y con el tiempo entendí que todo eso tenía su porqué.
Los psicólogos infantiles explican que los niños se abren más cuando no se sienten observados. Caminar uno al lado del otro, sin contacto visual directo, en un sitio tranquilo, sin prisa, genera una sensación de seguridad.
Y si además no estás esperando una respuesta concreta, ni lanzando preguntas, todo fluye mucho más fácil.
Lo que parecía un paseo sin más estaba creando el contexto perfecto para que pudieran hablar, sin presión y sin que nadie les juzgara.
Desde entonces, hay muchos paseos que simplemente son eso: paseos. Pero hay otros que son algo más.
Hace poco, uno de mis hijos estaba pasando una mala racha. Había leído un libro que le había removido por dentro y estaba un poco tocado.
Me dijo: «Papá, ¿puedo ir contigo a sacar al perro?».
Solo eso. Nos fuimos. Y fue genial para los dos.
Ahora lo usamos cuando lo necesitan o lo necesitamos.
He aprendido muchas cosas estos años, pero una de las más valiosas no la he aprendido en ningún libro, sino gracias a mi pareja.
Ella me ha enseñado a no intervenir enseguida. A no juzgar cuando nos cuentan algo que no nos gusta. A no poner cara de susto cuando algo que nos dicen nos suena mal. Porque si lo haces… puede que no vuelvan a contártelo.
Y cuesta.
Porque muchas veces te están contando cosas que tú, como adulto, ves clarísimas. Y lo que más te apetece es intervenir, corregir, advertir.
Pero no puedes soltar la sentencia en mitad de la conversación. Hay que respirar, volver a respirar… y esperar.
Escuchar hasta el final. Y, si acaso, en esa misma charla o en otra más adelante, intentar que sean ellos quienes lleguen solos a la conclusión más adecuada.
A nosotros nos suele funcionar bien preguntarles qué piensan, cómo lo ven, o cómo creen que se han sentido los demás.
Esto de escuchar sin juzgar, sin interrumpir, sin corregir de inmediato es, según los expertos, una de las bases del apego seguro.
Cuando un niño se siente escuchado y no juzgado, se refuerza su confianza.
Y, si al contar algo, ve una mueca de decepción o de enfado… probablemente la próxima vez se lo guarde.
No es fácil. Pero si queremos que sigan hablando con nosotros, hay que ser para ellos, antes que nada, un sitio seguro. Ya habrá tiempo para corregir. Pero lo primero es acoger.
No hace falta hablar todos los días. Ni tener charlas profundas cada semana. Pero sí buscar esos pequeños momentos de conexión real:
Montar un Lego.
Cocinar.
Escuchar música.
O simplemente sacar al perro.
No tengo la fórmula perfecta. Ni creo que exista. Esto no es una lección, ni una guía. Es solo una historia. Una experiencia. Un recordatorio, para mí el primero, de que acompañar también es no tener todas las respuestas.
Y que estamos todos aprendiendo.
Escuchando más.
Preguntando mejor.
Y, sobre todo, estando ahí cuando decidan hablar.
Autor:
Francisco Javier Lanzat Rodríguez
Director | Branch Manager Kumon
Franciscojavier.lanzat@kumon.org
Si quieres consultar más noticias de lifestyle pincha aquí.