No sé si equivocadamente o no, el tiempo lo dirá, siempre hemos tenido claro que queríamos retrasar la llegada del móvil a nuestros hijos lo máximo posible. Lo veíamos clarísimo. En conversaciones con amigos o familia, incluso llegamos a decir, medio en broma: «Por lo menos hasta que cumpla 18». Con los años, suavizamos el mensaje y alguna vez, con menos seguridad, nos oímos decir: «Bueno, cuando cumpla 16, que ya estará preparado…».
La cuestión es que nuestro hijo mayor ha empezado el instituto. Uf… el instituto. Qué vértigo. Y con esto han llegado dos miedos muy concretos.
El primero, que por primera vez va y vuelve andando solo. No son más de diez minutos, pero inevitablemente pensamos: «¿Y si le pasa algo y no puede localizarnos? ¿Y si la logística familiar cambia y necesitamos decirle algo?».
El segundo, el miedo social: todos sus compañeros ya tienen móvil, algunos desde hace tiempo, otros desde este verano, con el argumento que a fuerza de repetirlo se ha vuelto incontestable: “es que empieza el instituto”. Y tememos que se quede fuera, que sea «el raro» del grupo.
Todo esto me ha llevado a leer más sobre el tema (recomiendo el libro La generación ansiosa, de Jonathan Haidt) y a fijarme en los niños de la edad de mi hijo que sí tienen móvil. Y he empezado a ver escenas que antes me pasaban desapercibidas, pero que ahora me chocan.
En apenas dos meses, he visto a los compañeros de su equipo pasar de jugar al pillapilla al salir de entrenar, a salir del pabellón directamente con el móvil en la mano. Ya no corren ni interactúan espontáneamente entre ellos. Los disparadores de interacción vienen de la propia pantalla, que determina de qué hablan o qué comparten. Se sientan en un banco, cada uno con su teléfono, y de vez en cuando se enseñan algún vídeo o contenido que el algoritmo de la red social de turno quiere que vean.
¿De verdad que en tan poco tiempo estos preadolescentes han tenido un “salto madurativo” tan grande que los ha llevado de relacionarse a través del juego con sus iguales a ensimismarse cada uno en su pantalla? Esta escena la veo repetirse en muchas otras situaciones cotidianas: en parques, en restaurantes, en cafeterías… Grupos de chicos y chicas juntos, pero cada uno en su teléfono.
Tanto me sorprenden estas escenas que me ha llevado a una comparación que al principio me parecía exagerada, pero cada vez me resulta más clara: el tabaco.
La comparación no es perfecta. A diferencia del tabaco, el móvil puede tener usos valiosos y hasta imprescindibles en algunos casos. Justo por eso, exige todavía más criterio para decidir cómo, cuándo y para qué se usa.
Hoy nadie duda de que el tabaco es malo. Ya se intuía hace décadas, pero los estudios lo confirmaron: es adictivo, perjudicial para la salud y tiene un fuerte componente social. En los 80 y 90, encender un cigarro en un grupo era casi un símbolo de pertenencia. Si fumabas, eras más guay.
Ahora, con los móviles creo que ocurre algo parecido:
- Adictivo: lo sabemos todos. Los móviles están diseñados para enganchar, con mecanismos de refuerzo que buscan retener nuestra atención. En España, distintas encuestas recientes apuntan a que más de la mitad de las adolescentes reconocen un uso problemático del móvil, y no es casualidad que muchas también digan que duermen peor o que se sienten más ansiosas y tristes. Y no hace falta señalar solo a los jóvenes: un porcentaje muy alto de los adultos admitimos que lo usamos mucho más de lo que nos gustaría y que nos cuesta soltarlo.
- Perjudicial para la salud: no en los pulmones, pero sí en la atención, en la autoestima, en la ansiedad que genera no estar conectado o en la comparación constante con las vidas perfectas de otros en redes sociales. Un estudio con decenas de miles de jóvenes mostró que quienes pasan cuatro horas o más al día frente a las pantallas tienen mucha más probabilidad de sentirse deprimidos, ansiosos o con problemas de conducta. Parte de esa relación se explica por dormir peor, hacer menos deporte y pasar más tiempo comparándose con los demás.
- Componente social: si no lo tienes, te quedas fuera. El miedo a ser el raro sigue estando ahí. Y lo curioso es que los adolescentes con más problemas de salud mental son, según los estudios, los que pasan más tiempo en redes sociales cada día.
Hoy nos parece impensable dar un paquete de tabaco a un niño de 12 años. Y, sin embargo, hemos normalizado darles un móvil a edades muy tempranas.
Y entiendo los motivos, porque son los mismos miedos que yo tengo. Pero cuando se entrega un móvil, no se entrega solo una vía para estar en contacto con tus padres o con tus amigos. Se abre la puerta a todo lo demás. Y detrás de esas pantallas están algunas de las empresas más poderosas del mundo, que compiten por algo muy concreto y valioso: nuestra atención y la de nuestros hijos.
No se trata de demonizar la tecnología, pero sí de ser conscientes del riesgo real. El problema no es tanto el uso de pantallas en general, que también puede ser negativo si no se gestiona bien, sino poner en manos de un niño un móvil con acceso ilimitado a internet y redes sociales demasiado pronto. No hablo de una tableta o un ordenador usados para estudiar, hacer deberes o aprender algo nuevo, que pueden tener un valor educativo y práctico. Hablo de un dispositivo que se convierte en un compañero de bolsillo, siempre disponible, siempre encendido, y que se mete en la vida cotidiana de forma mucho más intensa y privada. Y ahí aparece la paradoja: retiramos pantallas de los colegios, donde podrían tener un uso valioso y mejorar lo que ya se hacía, mientras dejamos que pasen las tardes y las noches con el móvil en la mano, casi sin supervisión.
Cuando decimos «solo se lo damos para que me llame si le pasa algo», en realidad nos engañamos. Si de verdad fuera solo para eso, el móvil estaría guardado en la mochila y se usaría en caso de necesidad. Pero la realidad es otra: pasan horas con el teléfono en la mano, probablemente con un uso muy distinto al que imaginábamos.
Quizá dentro de 20 años miremos atrás y nos preguntemos cómo pudimos ser tan ingenuos de poner en el bolsillo de nuestros hijos un dispositivo adictivo y que iba a modificar de forma tan disruptiva su mundo a los 12 años.
Yo todavía no sé cuándo se lo daremos, pero mientras sigo reflexionando sobre qué puede ser lo mejor. Por ahora tengo claro que, en el momento en que lo hagamos, intentaremos que existan unas normas claras y que le acompañemos en el camino, para que pueda tener una relación lo más sana posible con el móvil. Estas son, por ahora, algunas de mis ideas:
- Que el uso principal sea para comunicarse con su familia y sus amigos.
- Que no tenga redes sociales hasta, al menos, los 16 años. Sé que la ley en España permite abrir cuentas a partir de los 14, pero tengo mis dudas de que sea buena idea empezar tan pronto. Últimamente, pensando en mi propia relación con las redes sociales, me planteo si es buena idea empezar, a secas. Y no soy el único, cada vez más adultos cierran sus redes sociales con el único objetivo de mejorar su salud mental y sus vidas.
- Que intentemos reducir al máximo el uso al aire libre cuando esté con sus iguales o con la familia.
- Que haya en casa y fuera de casa siempre momentos claros sin móvil (ni él ni nosotros, claro). No quiero que el móvil altere también “nuestro mundo” (nuestras maravillosas cenas en familia, los viernes de sillón y peli, las quedadas con familiares y con amigos…).
- El móvil no se queda en la habitación por la noche. El descanso es tan importante para el cuerpo y la mente como una buena alimentación.
Posiblemente lo que intentaremos hacer es seguir la línea de lo que ya intentamos con otras pantallas (tabletas, televisión…) en casa: están ahí, se utilizan, pero con control. Y, en la mayoría de los casos, para cosas productivas: hacer Kumon, ver vídeos de baloncesto, consultar partituras de guitarra, o ver dibujos y películas en plataformas. Y, de forma generalizada, en espacios comunes de la casa.
No es una fórmula mágica, pero al menos es un intento de que la tecnología no nos invada, sino que nos acompañe.
Autor:
Francisco Javier Lanzat Rodríguez
Director | Branch Manager Kumon
Franciscojavier.lanzat@kumon.org
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